Para todos los que no lo saben aún, hace una semana dejé mi trabajo. Ya he aceptado desde hace mucho que pasaré una eternidad en el infierno, pero no había razón para adelantar el sufrimiento. Así que decidí renunciar.
Las razones, circunstancias y demás cosas que me llevaron a esa decisión no tiene caso narrarlas. Además, ya saben todos a estas alturas que era un cabrón en la oficina, claramente no iban a cambiar las cosas porque ya me iba.
Lo que sí me sorprendió, y mucho, fue la despedida. Con el último día llegó también ese momento de hipocresía conocido como el naquísimo correo masivo del adiós. Mandé el mensaje genérico de “los amo a todos, valen mil, nunca cambien, TQM, BFFs, YOLO, SWAG, VIH, VHS, VH1”, etc, lo normal. Sin embargo no esperaba que la gente llegara a despedirse llorando. Literal.
Y, contrario a lo que hayan pensado (porque yo también lo pensé), no lloraban de alegría, sino de tristeza. Debo confesar que incluso mi pequeño corazoncito prepotente sintió calorcito, así, bien bonito. Honestamente nunca pensé que me extrañarían. Debe ser porque yo era el único decente entre tanto feo. O sea.