No sé si sepan – y sino me vale madre – pero desde octubre del 2012 iba diario a spinning con la esperanza de que el instructor me pedaleara la bicicleta. Bueno, en realidad también iba porque quería tener más sabroso el chamorro a ver si así por fin me casaba.
Claramente, y como todo en mi vida, no logré nada de lo que esperaba – excepto por tener las mejores piernas después de las de KFC.
“Total”, me decía, “al menos sirve para quemar todas las calorías que no estoy quemando por culpa de mi terrible relación a larga distancia”. Ustedes no comprenden lo difícil que es ser fan del postre y no poder comerlo por miedo a no entrar en los jeans por la mañana.
Bien dicen que uno cava su propia tumba.
Ni hablar. Desde el primer momento en que entré al salón y vi al instructor alto, atlético, sudado, guapo, con barbita y vello en todos los lugares correctos, con un tono de voz grave, fresa y medio mamón, y además con unas piernas y un culito que… Bueno. Si mi vida fuese un musical – y cuando mi biografía se convierta en un show de Broadway – la canción que se hubiera escuchado en esos momentos sería Rastamandita porque juro que cada vez que lo miraba se me paraba.
Quiero aclarar que lo único que se me paraba era el corazón porque, desde la primera clase, decidí quedarme las tres horas por obvias razones y claramente no estaba en las mejores condiciones para hacerlo. Ni pedo, prefería chingarme las rodillas y dejar el cigarro que estar un día sin verlo. Así de bueno estaba el instructor.
Para no hacer el cuento largo, desde el primer día tuvimos una relación ‘estira-y-no-aflojo-nada-más-porque-mi-novio-me-mata’ bastante interesante. Fuera de uno que otro roce y un esporádico “Tomé tu toalla por error” y tener que salirme sin ella de las duchas, nada pasó.
Entonces decidí renunciar y los gastos sin “ingresos” se volvieron un lujo del cual no podía abusar – porque mi papá tiene una mini aneurisma cada que deslizo la Centurion. Claramente no pensaba explicarle a mis padres que esa clase me hacía feliz, en parte por las endorfinas del ejercicio, en parte por las feromonas en su sudor. Claramente no podía seguir pagando ese club, así que tuve que decirle adiós al instructor.
En realidad me tardé dos meses en cancelar la membresía porque el primer mes sucumbí ante sus feromonas. Él y su maldita costumbre de abrazarme una vez acabado el entrenamiento. Les juro que sufría del Síndrome de Estocolmo.
Al final acabé cancelando. El último día me despedí de él, le conté de mis proyectos, hablamos de su vida un rato, y al final me dijo:
– Mau, en verdad te deseo lo mejor del mundo. Te voy a extrañar mucho, te quiero como a un hermanito.
– Wait, what? ¿Me quieres como a un hermanito? Dude, ¡me querías coger!
– Ésa es una de mis fantasías, ¿y qué?
Claramente me dieron unas ganas tremendas de volver a inscribirme al club. Si eso no era amor, entonces no sé qué es el amor.